La relación con mis compañeros era complicada. Ellos habían
observado en mí una conducta social de aislamiento y evitación ante los
problemas. Mi actitud era el reclamo perfecto para todos aquellos más fuertes y
más grandes, dispuestos a enfrentarse con todo y con todos. Mi corazón no podía
dejar de palpitar
cuando alguno de ellos se acercaba a mi para tirarme del
pelo, escupirme o darme una patada. Para que esto no ocurriese, más de una vez
me encerré en el servicio. Y, al sonar el timbre salía el primero para correr
hacia mi casa. O, por el contrario, salía el último con la respiración
entrecortada y mirando hacia todos lados.
Tenía miedo y no sabía qué hacer. No me atrevía a
enfrentarme. Y no lo conté a nadie. No se lo dije a mis padres ni a los
profesores. Me daba vergüenza. Si alguna vez me dejaban tranquilo durante
algunos días, me sentía infinitamente agradecido y entonces era sumiso: les
regalaba mis pinturas nuevas, les hacía los deberes o, incluso, me reía con
ellos. De esa forma, amortiguaba el temor que me producían. Pero, aún así,
tanto si me acercaba como si no, nunca fui aceptado por mis verdugos. Ellos
eran los fuertes, se cubrían unos a otros y estaban muy seguros de sí mismos.
Sólo hallaba la solución en mi imaginación. Esperaba a uno
de ellos en una esquina y le golpeaba con un bate de béisbol, como en las
películas. A otro, le esperaba a la salida y le clavaba un cuchillo en el
pecho. Y al más grande, al más fuerte le
daba un puñetazo en la nariz y le arrinconaba contra la pared mientras le
apuntaba con una pistola.
Aquella mañana, en la que inútilmente había intentado fingir
que estaba enfermo, mi padre me llevó al colegio. Antes de llegar, hizo una
parada para repostar y, mientras él estaba de espaldas abonando la cuenta, abrí
la guantera del salpicadero. Allí estaba, tal y como yo me la había imaginado:
pequeña, brillante y manejable.
Entré en clase deliciosamente tranquilo, con la cabeza alta, mirando fijamente a mis acosadores y con la mano muy firme. No dudé ni un momento. Mientras disparaba, sentí que brillaba con luz propia. Todos cayeron, los que me habían hecho daño y los que no. Algunos suplicaron, otros no fueron capaces de levantar la mirada. La sangre pintó las paredes del aula. El SWAT me acorraló. Con unos grandes megáfonos me pidieron que me entregase. Pero, no desistí. Jamás iba a volver a arrodillarme. Un agente logró abrirse paso hasta donde yo estaba. Me apuntó con su arma. Al momento, otros dos lo secundaron. Pero, fui más rápido que ellos, No pudieron matarme. Reservé la última bala para mí.
Minea
Entré en clase deliciosamente tranquilo, con la cabeza alta, mirando fijamente a mis acosadores y con la mano muy firme. No dudé ni un momento. Mientras disparaba, sentí que brillaba con luz propia. Todos cayeron, los que me habían hecho daño y los que no. Algunos suplicaron, otros no fueron capaces de levantar la mirada. La sangre pintó las paredes del aula. El SWAT me acorraló. Con unos grandes megáfonos me pidieron que me entregase. Pero, no desistí. Jamás iba a volver a arrodillarme. Un agente logró abrirse paso hasta donde yo estaba. Me apuntó con su arma. Al momento, otros dos lo secundaron. Pero, fui más rápido que ellos, No pudieron matarme. Reservé la última bala para mí.
Minea
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