viernes, 26 de octubre de 2012

La caja - Rubén Chacón

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LA CAJA
POR RUBÉN CHACÓN
Desde que tiene uso de razón, su existencia no ha sido más que el resultado de sumar los segundos que dura una actividad, a los lapsos temporales invertidos en rutinas precedentes y posteriores. Todos ellos escrupulosamente anotados y registrados con la rigurosidad de un contable. Inclinado sobre el escritorio, arropado por la penumbra de su estudio, el relojero, visiblemente apesadumbrado, repasa de nuevo los guarismos a la luz de una vela miserable cuyo pábilo rebaña ya los últimos grumos de cera… Sobre la mesa, un abigarrado y enorme reloj dorado rompe el silencio con la determinación de un metrónomo.
-                      ¡He perdido tanto tiempo…! –se lamenta cubriéndose con las manos ajadas su arrugado rostro.

Hubo una época en la que el transcurrir de los segundos no le permitía escuchar sus propios pensamientos. Cientos de relojes minuciosamente desparramados por decenas de habitaciones pueden convertirse en demasiados miles de testigos
de la futilidad de una existencia. No había un solo rincón de la mansión que escapase de la monótona cadencia que produce la vida al escurrirse entre los dedos. Durante años, miles, cientos y finalmente decenas de segunderos se encargaron de esculpir en mármol con su martilleante oda, el lema de familia que aún preside el frontispicio de la casona que heredó de su padre: Tempus fugit.
Su padre era célebre en toda la región. Una popularidad bien merecida y meticulosamente labrada, como el propio mecanismo de uno de aquellos millones de relojes que le granjearon riqueza e influencia. Pero, sobre todas las cosas, su padre soñaba con la inmortalidad. Su padre, que se había pasado la vida ideando artilugios para medir cada vez con mayor exactitud la inexorable caducidad de lo mundano, paradójicamente estaba obsesionado con que el cronómetro quisiese hacer con él una excepción. Y, aparentemente lo consiguió. A pesar de que corren otros tiempos, los relojes Kayrós siguen siendo de los más cotizados. Algunos de ellos, incluso, se consideran verdaderas obras de arte y se exponen en palacios y museos. Su padre estaba convencido de que, a través de sus obras, su nombre se recordaría eternamente.
De él, además del nombre, también heredó el oficio, como no podía ser de otra manera, de relojero. Pero no el don. Consciente de ello, su padre nunca le obligó a que continuase con una labor para la que no había nacido. Desde muy temprana edad, siempre le instó a que buscase su propio camino: aquel que le hiciese más feliz. “Todos tenemos un propósito en la vida –solía repetirle-. Y de que lo encontremos depende nuestra felicidad”. Fue entonces, por su octavo cumpleaños, cuando su padre le regaló la Caja.
-                      ¿Qué contiene, padre? –recuerda que preguntó.
-                      ¿A ti qué te gustaría que hubiese dentro…? –le rebatió su progenitor, que era muy dado a responder con otra pregunta.
-                      Pues…, no sé… -terminó reconociendo aquel niño que fue.
-                      Cuando lo averigües, ábrela… -sentenció su padre-. Hasta entonces, si te parece bien, la dejaremos abajo, en el sótano, para que no se pierda.
Pasaron los días... El joven Kayrós creía saber lo que le gustaría que hubiese en la caja. Pero no se atrevía a abrirla pues le parecía harto improbable que aquella pequeña y tosca arca de listones de madera torpemente unidos por clavos, fuese a contener algo tan precioso como lo que él anhelaba. El miedo a la decepción era mayor que su curiosidad. Y siendo como es conocida por todos la insaciable dimensión de la curiosidad infantil, de mucho pavor hemos de estar hablando para que el joven Kayrós no se decidiese por abrir la Caja.
Pasaron los meses… La eventualidad adquirió forma de rutina. Y la rutina, finalmente, se instituyó como rito. Kayrós bajaba diariamente al sótano para enfrentarse a la Caja. A veces lo hacía deseando que contuviese algo grande. Y hasta le daba la impresión de que en aquellas ocasiones aquel zafio cajón se tornaba pesado y denso. Otras veces se aproximaba a la Caja con aspiraciones más livianas y creía autosugestionarse, pues juraría que el rudo cofre apenas pesaba más que un almohadón de plumas.
Pasaron los años… Millones de tics clamaban a su alrededor, reprochándole su cobardía y denunciando ante el mundo el transcurrir de una vida insulsa y traslúcida. Millones de tacs le urgían a tomar de una vez las riendas de su vida y a decidir por fin el destino hacia el cual encaminarse. Entre tanto, Kayrós fiel a su liturgia, continuaba descendiendo al sótano diariamente. Pero ya no cogía la caja. Se limitaba a contemplarla, como el que aspira a desentrañar algún secreto del universo en la silueta que adoptan las nubes. Ni tan siquiera tocaba aquel basto y pequeño baúl, pues desde hacía un tiempo había comenzado a obsesionarse con el paso del tiempo, y ahora siempre se hacía acompañar a todas partes por el reloj más preciso que su padre manufacturó en vida. El cual era, además, el más pesado y requería de sus dos manos para sostenerlo. También era el único reloj que quedaba en toda la casa…
Debido a su obsesión con la brevedad de la existencia, Kayrós cada vez se afanaba en más en su macabra y angustiosa labor contable. Tal era así que su día a día era una continua sucesión de anotaciones y registros de los segundos exactos que la duración de las distintas actividades usurpaban de su valiosísimo tiempo de vida. Por lo que la lógica y la paradoja van de la mano, cuando podemos asegurar que Kayrós se encontraba incapacitado para desarrollar cualquier otra labor que no fuese la de cargar con su lacónico cronómetro rococó y registrar las cifras de su existir en su libro de contabilidad.
Gracias a los pingües beneficios obtenidos por las sucesivas ventas de los relojes que su padre conservaba en la casa, Kayrós ha podido llevar una vida digna durante todos estos años. Primero se deshizo de todos los relojes del ala izquierda de la mansión: al fin y al cabo casi nunca bajaba por aquellas galerías… Mas, a medida que iba poniendo a la venta las artesanías del ala derecha, fue percatándose de que, el mercado saturado como se encontraba de relojes Kayrós, no estaba dispuesto a ofrecer tanto dinero a cambio. Aún así, transfirió centenas de ellos por un precio que apenas habría llegado para igualar el valor real de una sola de aquellas obras de arte tiempo atrás. Pero, ¿acaso tenía otro remedio…?
Sus paseos por el caserón se fueron reduciendo paulatinamente, delimitados como estaban por aquellas áreas en las que Kayrós aún conservaba algún reloj para llevar a cabo su sombría labor contable. Hasta que finalmente, nuestro relojero quedó confinado en su estudio, permanentemente acompañado por su abigarrado reloj dorado. Ahora sólo abandona su taller una vez al día, para acudir fiel a su cita con la Caja, que le espera, aún precintada, como siempre, en las profundidades del sótano. “Novecientos treinta y dos”, anota pulcra y pausadamente en su libro de contabilidad, esos son exactamente los segundos que ha dedicado hoy a contemplarla, preguntándose por su misterioso contenido, como siempre. Sin separarse de su reloj, imposibilitado para tocarla, y aun menos para abrirla, como siempre…
Llaman al timbre: ya suena la hora. Antes de bajar a abrir el portón, Kayrós se toma su tiempo para efectuar una última entrada contable. Después, cierra parsimoniosamente el libro, toma en brazos el enorme reloj barroco y baja la escalera a tientas, pues el pábilo de la vela hace rato ya que se consumió por completo. El manto de polvo, acumulado durante décadas sobre el pomo, se deshace como ceniza bajo la presión de la mano. La puerta se abre lo justo para permitir a Kayrós echar una ojeada del exterior. Una rendija de luz artificial se cuela en el vestíbulo, silueteando la sombra azulada de un decadente anciano cheposo en el suelo.
-                      Venía por lo del anuncio –se explicó el extraño-. ¿Es aquí donde venden un Kayrós, no?
Sin mediar palabra, el relojero extiende una mano a través de la exigua rendija, exigiendo con un ostentoso gesto de la mano, el desembolso del dinero. Una vez obtenido, ayudándose con el codo del brazo con el que sostiene el reloj, Kayrós abre un poco más la puerta para hacerle entrega al extraño de la última pieza de la colección privada de su padre. El último Kayrós, el más preciso y el más valioso. Su compañero más fiel, que no le falló jamás… Cuando se dispone a cerrar el portalón, el pie del comprador se lo impidió.
-                      ¿No pretenderá que me lo lleve así, verdad? –inquiere el extraño-. ¿No tendría una caja…?
-                      Espere un momento aquí, si es tan amable –solicita Kayrós con la voz cascada, como por falta de uso.
Al cabo de unos minutos, Kayrós regresa a la puerta, facilitándole al comprador la caja por él solicitada. El mismo burdo cajón de madera que durante decenios ha permanecido sellado en un rincón del sótano. Tras acomodar el reloj en su interior, el nuevo dueño se despide atentamente de Kayrós, quien, al volver a cerrar el portalón de la casa, se siente desfallecer. Las piernas se niegan a sostenerle y su arrugado rostro se contrae en una mueca de dolor cuando su cara golpea contra el frío y sucísimo suelo del vestíbulo. Un hilillo de baba se escurre por la comisura de sus labios cortados y resecos, al tiempo que una pátina mate acalla la mortecina luz en sus ojos. Antes de morir, Kayrós siente una cálida humedad extendiéndosele por las ingles. Pero su último pensamiento se lo dedica a la Caja. Aquella Caja que, al igual que su vida, estaba completamente vacía.

1 comentario:

  1. Este texto me encantó desde la primera vez que lo oí leer. Y el de la siniestra está genial, y el de fracaso... son en los que más me he detenido hoy, pero te los leeré con más detenimiento y claro, cómo no! algo -poco o mucho- te corregiré y estoy segura de que los compis harán lo mismo.

    Por cierto, Rubén, he insertado en tus textos un salto de línea para que queden más visibles en la página, espero que no te importe.

    Rocío me escribió. Ha estado muy liada, y pronto se volverá a unir a nosotros, a publicar y a hacer buena crítica.

    Yo creo que empezaré a publicar/corregir a partir del lunes, según me encuentre. En principio, pensaba hacerlo este fin de semana, pero hoy me ha sobrecogido una muy mala noticia: una amiga mia ha fallecido. Aún no me lo puedo creer y aki stoy, a las 3 de la mañana sin poder pegar ojo, moneando con el internet.

    Un besazo para todos vosotros.

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