AMORES CIEGOS
POR RUBÉN CHACÓN
Hay
quien podría considerarlo violación. Pero, teniendo en cuenta la escasa
frecuencia, por no hablar de inexistencia, de mis experiencias sexuales espontáneas,
no seré yo quien formule una denuncia.
Y
es que es duro ligar cuando se es ciego.
Por
supuesto, siempre le queda a uno el recurso de las putas y las compañeras del
trabajo, también invidentes, e igual de necesitadas que yo. Pero, al follar con
ellas, me es imposible eludir la sensación de ser doblemente minusválido. En
función del tamaño de tu billetera, a una profesional del sexo le puedes solicitar
cualquier cosa, excepto pasión. Y cuando lo hago con una de mis amigas ciegas,
el ansia y la desesperación por alcanzar el esquivo orgasmo lo empañan todo. Ausencia
de sentimientos. Ni rastro de afecto o apego. Sólo sexo. Animal. Rudo. Ciego.
Sin
embargo, esto es completamente distinto. Un colega del curro ya me lo había
mencionado alguna vez. Una de esas leyendas urbanas que nunca te llegas a creer
del todo. “Es por las gafas oscuras –me aseguraba él-. Debe ser alguna especie
de distintivo que emplea este tipo de gente para identificarse entre ellos.
¿Quién sabe…? Como una prenda fetiche” –solía especular este amigo mío. Hablaba de “ellos” con ese tono a caballo entre el desprecio y el misterio que se emplea al referirse a los miembros
de una secta. “Hay incluso quien afirma –me dijo en otra de sus digresiones- que determinadas mujeres reprimidas, acomplejadas o con dificultades para establecer una relación emocional de igual a igual, ven en nosotros, los ciegos, las víctimas ideales para dar rienda suelta a una fantasía pasajera… Nunca mejor dicho”. Yo, como es lógico, solía echarme unas risas, sin dar mucho crédito a sus teorías.
¿Quién sabe…? Como una prenda fetiche” –solía especular este amigo mío. Hablaba de “ellos” con ese tono a caballo entre el desprecio y el misterio que se emplea al referirse a los miembros
de una secta. “Hay incluso quien afirma –me dijo en otra de sus digresiones- que determinadas mujeres reprimidas, acomplejadas o con dificultades para establecer una relación emocional de igual a igual, ven en nosotros, los ciegos, las víctimas ideales para dar rienda suelta a una fantasía pasajera… Nunca mejor dicho”. Yo, como es lógico, solía echarme unas risas, sin dar mucho crédito a sus teorías.
Pero,
lo cierto es que ahora no sé qué pensar. El vagón ya estaba tan atestado cuando
he subido que en ningún momento he tenido opción de aproximarme a la zona de
asientos donde, habitualmente, algún alma caritativa suele ofrecerme un sitio.
Por el contrario, me he visto rápidamente empujado y comprimido en un rincón
contiguo a la cabina del conductor. El espacio interpersonal es sencillamente inexistente.
Y estas condiciones es muy complicado dilucidar en qué momento un simple roce o
empellón se convierte en tocamiento. Es francamente difícil establecer con qué
frecuencia, o en función de qué cadencia, una inocente fricción pasa a ser un
sobo intencionado.
Ya
no hay lugar a dudas: la misma mano que comenzó su recorrido en la parte baja
de mi espalda, ha ido ganando posiciones hasta mi entrepierna, y ahora se
cierra firmemente sobre mi paquete, prensándolo, sopesándolo. Unos pechos
rotundos y decididos revelan su turgencia comprimiéndose contra mi brazo
derecho. Es tal la descarga de adrenalina (o testosterona…, o lo que sea que se
segregue en el momento en que te das cuenta sin lugar a dudas de que eres tú el
objeto de deseo de otra persona) que la boca me sabe como a sangre y las
rodillas me flaquean.
Hay
quien lo consideraría violación. Pero se precipitarían los que viesen algún
tipo de agresión sexual en este modus operandi. La ceguera únicamente me impide
identificar el rostro de mi amante casual. A lo sumo, la falta de contacto
visual me incapacitaría para expresar mi consentimiento a tan placentera
caricia. Supongo que mi hierática pasividad es suficientemente elocuente. Mas,
para que nadie se llame a malentendidos, es mi mano la que ha permanecido
posada sobre la de mi misteriosa manceba hasta que una cálida humedad se ha
extendido por las costuras de mis vaqueros.
Aún
puedo percibir la presión de sus dedos entre los míos, cuando a modo de
despedida me apretó larga y fuertemente la mano. Sólo un suspiro. El más prolongado
y ardiente que he tenido la suerte de escuchar jamás. Y pensar que hay quien
podría considerarlo violación…
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