viernes, 26 de octubre de 2012

Amores ciegos - Rubén Chacón

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AMORES CIEGOS
POR RUBÉN CHACÓN
Hay quien podría considerarlo violación. Pero, teniendo en cuenta la escasa frecuencia, por no hablar de inexistencia, de mis experiencias sexuales espontáneas, no seré yo quien formule una denuncia.
Y es que es duro ligar cuando se es ciego.
Por supuesto, siempre le queda a uno el recurso de las putas y las compañeras del trabajo, también invidentes, e igual de necesitadas que yo. Pero, al follar con ellas, me es imposible eludir la sensación de ser doblemente minusválido. En función del tamaño de tu billetera, a una profesional del sexo le puedes solicitar cualquier cosa, excepto pasión. Y cuando lo hago con una de mis amigas ciegas, el ansia y la desesperación por alcanzar el esquivo orgasmo lo empañan todo. Ausencia de sentimientos. Ni rastro de afecto o apego. Sólo sexo. Animal. Rudo. Ciego.
Sin embargo, esto es completamente distinto. Un colega del curro ya me lo había mencionado alguna vez. Una de esas leyendas urbanas que nunca te llegas a creer del todo. “Es por las gafas oscuras –me aseguraba él-. Debe ser alguna especie de distintivo que emplea este tipo de gente para identificarse entre ellos.
¿Quién sabe…? Como una prenda fetiche” –solía especular este amigo mío. Hablaba de “ellos” con ese tono a caballo entre el desprecio y el misterio que se emplea al referirse a los miembros
de una secta. “Hay incluso quien afirma –me dijo en otra de sus digresiones- que determinadas mujeres reprimidas, acomplejadas o con dificultades para establecer una relación emocional de igual a igual, ven en nosotros, los ciegos, las víctimas ideales para dar rienda suelta a una fantasía pasajera… Nunca mejor dicho”. Yo, como es lógico, solía echarme unas risas, sin dar mucho crédito a sus teorías.
Pero, lo cierto es que ahora no sé qué pensar. El vagón ya estaba tan atestado cuando he subido que en ningún momento he tenido opción de aproximarme a la zona de asientos donde, habitualmente, algún alma caritativa suele ofrecerme un sitio. Por el contrario, me he visto rápidamente empujado y comprimido en un rincón contiguo a la cabina del conductor. El espacio interpersonal es sencillamente inexistente. Y estas condiciones es muy complicado dilucidar en qué momento un simple roce o empellón se convierte en tocamiento. Es francamente difícil establecer con qué frecuencia, o en función de qué cadencia, una inocente fricción pasa a ser un sobo intencionado.
Ya no hay lugar a dudas: la misma mano que comenzó su recorrido en la parte baja de mi espalda, ha ido ganando posiciones hasta mi entrepierna, y ahora se cierra firmemente sobre mi paquete, prensándolo, sopesándolo. Unos pechos rotundos y decididos revelan su turgencia comprimiéndose contra mi brazo derecho. Es tal la descarga de adrenalina (o testosterona…, o lo que sea que se segregue en el momento en que te das cuenta sin lugar a dudas de que eres tú el objeto de deseo de otra persona) que la boca me sabe como a sangre y las rodillas me flaquean.
Hay quien lo consideraría violación. Pero se precipitarían los que viesen algún tipo de agresión sexual en este modus operandi. La ceguera únicamente me impide identificar el rostro de mi amante casual. A lo sumo, la falta de contacto visual me incapacitaría para expresar mi consentimiento a tan placentera caricia. Supongo que mi hierática pasividad es suficientemente elocuente. Mas, para que nadie se llame a malentendidos, es mi mano la que ha permanecido posada sobre la de mi misteriosa manceba hasta que una cálida humedad se ha extendido por las costuras de mis vaqueros.
Aún puedo percibir la presión de sus dedos entre los míos, cuando a modo de despedida me apretó larga y fuertemente la mano. Sólo un suspiro. El más prolongado y ardiente que he tenido la suerte de escuchar jamás. Y pensar que hay quien podría considerarlo violación…

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