LA CAQUITA DEL PERRO
La opinión de mi amigo Luis es
muy importante para mí. Siempre me ha dado mucha curiosidad conocer su punto de
vista de las cosas. Quizá porque casi nunca coincide con el mío. Es muy
probable que la clave de nuestra longeva amistad radique precisamente en este
minúsculo matiz.
El caso es que, cuando mi
obsesión comenzó a rayar en la paranoia, decidí recurrir a él en busca de una
de sus célebres sentencias. Reconozco que ya de por sí le tengo especial manía
a los pekineses. Y no me refiero a los chinos capitalinos, si no a los miembros
de tan reconocible raza canina. En lo que ya no estaba tan seguro era sobre qué
me parecía más asqueroso, si que el pekinés se cagase en la entrada
misma del portal comunitario, o que su dueña y, a la sazón, mi vecina no sólo lo permitiese, o que no se lo hiciese pagar con el preceptivo restregón de morros por la aún humeante caquita. Lo que me hacía dudar de la intrínseca repugnancia de la escena en su conjunto, no es que mi señora vecina no se dignase en recoger aquel oscuro y chuchurrío excremento, con el que no pocos días imprimo mis huellas en la acera camino del metro, sino que ni tan siquiera le concediese la menor importancia al por canino no menos apocalíptico acto.
misma del portal comunitario, o que su dueña y, a la sazón, mi vecina no sólo lo permitiese, o que no se lo hiciese pagar con el preceptivo restregón de morros por la aún humeante caquita. Lo que me hacía dudar de la intrínseca repugnancia de la escena en su conjunto, no es que mi señora vecina no se dignase en recoger aquel oscuro y chuchurrío excremento, con el que no pocos días imprimo mis huellas en la acera camino del metro, sino que ni tan siquiera le concediese la menor importancia al por canino no menos apocalíptico acto.
Tras sopesarlo unos instantes,
los veredictos de Luis nunca se hacen esperar en demasía, mi amigo carraspeó,
le dio un breve sorbo a su té verde y me dijo:
- Lo que daría yo por poder ser
como el perro de tu vecina –como la pausa se prolongaba y Luis no parecía
dispuesto a darme más explicaciones, le apremié con un gesto de impaciencia-.
Sí querido… -continuó para agradarme-. Tú, yo mismo, todos somos como ese can:
pequeños, desnudos, feúchos y con una nomenclatura arbitraria con la que
debemos cargar lo queramos o no toda la vida. Pero, a diferencia de él, todos
llevamos atados al cuello una correa sujeta firmemente desde el otro extremo
por un complejo sistema de creencias, usos, costumbres, normas y leyes
exclusivamente diseñados para la represión, la coacción y la amenaza, so pena
de restregarnos el hocico por nuestros propios excrementos si la cagamos. Por
eso le tengo tanta envidia al perrito de tu vecina.
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