VIRGO
Rubén Chacón
Yo ya tenía edad suficiente como
para darme cuenta de cuando en una casa no era bien recibido. Y la dueña de “La
Barraca”, como habían decidido bautizar a aquel chalet blanco de agudo tejado
que imitaba las típicas construcciones valencianas, así me lo hacía saber. En
ocasiones, con airados desplantes y miradas reprobatorias; en otras, manifestando
verbalmente su irritación por la “excesiva frecuencia de mis visitas”.
Ahora soy perfectamente
consciente de que mi constante presencia en su residencia, debía suponer para
“la Rafi”,
como era conocida por los vecinos de la urbanización, un verdadero incordio. “¡Ni tirarme un pedo puedo en mi propia casa con este niño todo el día delante…” , se quejaba la Rafi ya sin tapujos. Ni los ostentosos gestos con los que su marido le solicitaba que se calmase, ni los tan dulces como inmerecidos epítetos que aquel santo varón le dedicaba, lograban sofocar el malestar que mi inopinada compañía le generaba. Muy por el contrario, parecía como si ahondasen aún más en la amargura de su intimidad frustrada, por lo que ella le replicaba “¿Y si quisiera tumbarme la siesta en el jardín con el papo al aire…, ¿eh Domingo?”, pues así era como se llamaba su abnegado esposo.
como era conocida por los vecinos de la urbanización, un verdadero incordio. “¡Ni tirarme un pedo puedo en mi propia casa con este niño todo el día delante…” , se quejaba la Rafi ya sin tapujos. Ni los ostentosos gestos con los que su marido le solicitaba que se calmase, ni los tan dulces como inmerecidos epítetos que aquel santo varón le dedicaba, lograban sofocar el malestar que mi inopinada compañía le generaba. Muy por el contrario, parecía como si ahondasen aún más en la amargura de su intimidad frustrada, por lo que ella le replicaba “¿Y si quisiera tumbarme la siesta en el jardín con el papo al aire…, ¿eh Domingo?”, pues así era como se llamaba su abnegado esposo.
Afortunadamente, yo aún no tenía edad
suficiente como para que estas menudencias de la intimidad del prójimo, me
cohibiesen de allanar la propiedad ajena. Todo lo que yo alcanzaba a entender
es que, en el interior de aquella absurda casa levantina erigida en mitad de la
sierra madrileña, se encontraba Virginia, una amiga de la familia. Virginia, en
apariencia, era una chica tres o cuatro años mayor que yo, de la misma edad que
Bego, la hija mayor de Rafi y Domingo. Sin embargo, yo, que pese a mi tierna
edad ya había coincidido en el mismo plano espacio-temporal con chicas, estaba
seguro de que aquel ser llamado Virginia tenía que pertenecer a otra categoría.
A la de polo magnético, a la de fuerza centrípeta, a la de vórtice, a la de
maelström… ¿Qué sé yo?
¡Ay, qué bien comprendía entonces
la patética muerte por electrocución y/o cremación de los mosquitos y polillas
que, embelesados por la celestial incandescencia de la lámpara asesina, no
pueden evitar fundirse con ella! Para mí, que un ridículo minuto en su compañía
daba sentido a toda mi corta existencia; para mí, que una sola de sus miradas
era una garantía de viaje astral; que con cada una de sus palabras me tejía
todo un caleidoscópico diccionario de acepciones; para mí, que todos y cada uno
de sus roces quedaron inscritos y modificaron permanentemente mi código
genético… ¿Qué obstáculo podría haber supuesto para mí el vulgar graznido de
una urraca como mi vecina, cada vez que mi cuerpo carente de espíritu
atravesaba los muros de su casa como si en realidad fuese mi espíritu el que
careciese de cuerpo? ¿Acaso los neutrinos piden permiso a la materia antes de
penetrarla en su viaje infinito hacia los confines del universo? ¿Acaso las
virutas de metal tienen opción ante el imán? ¿Acaso lo tiene la brújula…?
A tal punto llegaron mis
incursiones clandestinas en casa de mis vecinos que, una calurosa tarde de
verano que invitaba a al tedio y al sopor, por primera vez en mi vida tuve la
certeza de que, esa vez sí, estaba traspasando el límite, no sólo de lo
socialmente bien visto, sino de lo estrictamente legal: a sabiendas de que la
familia tenía el hábito de dormir la siesta a esa hora, me introduje en aquella
casa con un objetivo latente tan definido que no me atrevía a traerlo al plano
de la consciencia. Era tal la espesura del silencio en el interior de la vivienda
que la sutil cadencia pendular del reloj del salón se me antojaba el estruendo
de una alarma antirrobo. Recuerdo que me sudaban tanto las manos, que me era
inútil apoyarme en la balaustrada de madera so pena de resbalar y revelar mi
presencia. Y como las rodillas, de tanto temblar, se me habían terminado
agarrotando, me vi ascendiendo penosamente a cuatro patas por aquellas
escaleras interminables. No podía dejar de pensar en que, si allanar una morada
tiene ya de por sí algo de insensato, hacerlo en aquella posición tan propia de
un animal, le confería un toque aún más irracional si cabe.
Sea como fuere, conseguí alcanzar
el pasillo del piso superior y arrastrarme sigilosamente hasta la habitación del
fondo. No sé qué me desconcertaba más, si la progresiva involución en mi forma
de trasladarme o que, guiado por una especie de instinto animal, tuviese tan
claro que tras aquella puerta entornada se encontraba la fuente a la que mi
cántaro había venido a romperse. Yo aún era muy joven como para saber que los
más eruditos suelen emplear la palabra éxtasis a la suma de sensaciones que
estaba a punto de experimentar. Quizás lo denominan así porque hay situaciones,
preñadas de belleza y de riqueza en los matices, en las que los sentidos se
encuentran en franca inferioridad, e incluso nos parece una broma de mal gusto
poseer tan sólo cinco de ellos, cuando para abarcar tamaño portento más bien
requeriríamos de una centena, tal vez de un millar. Maravilla lo llamarían
unos… Milagro, preferirían proclamar otros. Yo sólo alcanzaba a entender que la
visión de aquel cuerpo celeste tendido sobre la cama estaba a punto de hacerme
perder el conocimiento. Y que, cuanto más me esforzaba por recorrer con la
mirada aquel curvilíneo contorno, más se me nublaba la visión. El martilleo de
mi pulso sobre mis sienes me impedía oír ninguna otra cosa que no fuese mi
riego sanguíneo. La contundencia de mis latidos no me permitía respirar con
normalidad.
La urgencia de mis bocanadas
contrastaba con el sosiego de los suspiros cadenciosos y cálidos de Virginia,
haciendo que su pecho ascendiese y descendiese frente a mis ojos incrédulos.
Imposible tratar de calcular cuánto tiempo me quedé arrodillado ante su cama,
pero sí el suficiente como para saturar mi memoria con tal cantidad de
instantáneas del primer cuerpo desnudo que contemplaba en mi vida, hasta el
punto de olvidarme de mi propio nombre. Imágenes a las que he vuelto una y otra
vez a lo largo de estas últimas dos décadas y que inspiraron, inspiran e
inspirarán no pocos actos de onanismo.
Es curioso (o enfermizo, según se
mire) comprobar cómo, con el paso de los años he pasado de despertar a mi ninfa
con un dulce y casto beso en los labios, a provocarle un tórrido y prolongado
orgasmo con sólo aplicar el calor de mi aliento y la humedad de mi lengua sobre
sus bragas. Confieso que me ha provocado tanto placer masturbarme pensando
simplemente en el sutil cambio de tonalidad de sus areolas y el despuntar de
sus pechos, como forzándola violentamente a engullir mi sexo. Reconozco que he
disfrutado a partes iguales inspirando el dulce aroma que emanaba de sus axilas
lampiñas que haciéndola cabalgar sobre mí precipitándonos frenéticamente en espasmos
largos y ruidosos.
Mientras me toco, siempre
mientras me toco, he hecho el amor, follado, forzado y violado a Virginia de
mil maneras posibles. Con una violencia y desesperación directamente
proporcionales a los años que voy cumpliendo. Por eso, siempre que vuelvo sobre
mis pasos y dedico un tiempo a retirar las telarañas de perversión y bajezas
que han ido tiñendo tan celestial recuerdo, no deja de sorprenderme que aquella
calurosa tarde de verano la ternura y la inocencia de aquel niño que fui no
concibiesen otra posibilidad que la de mesar los cabellos a la dulce y etérea
Virginia…
Bien, bien, Rubén. Leído con tranquilidad me gusta más. El final así queda estupendo, realmente ese es su final.
ResponderEliminarTe señalo un par de cositas que me han llamado la atención:
- Pues así era como se llamaba su abnegado esposo - Yo quitaría esta frase. En un par de líneas arriba ya dices que es su marido, y el nombre se entiende bien.
- "inopinada compañía"- (yo creo que es bastante opinada esa compañía).
- Casa levantina... sierra madrileña... Creo que puede dar lugar a confusión (tendrías que poner algo así como "aquella casa de construcción levantina" ).
- Virginia, en apariencia, era una chica tres o cuatro años mayor que yo, de la misma edad que Bego, la hija mayor de Rafi y Domingo. - (aquí no me queda claro, o son gemelas, o no está claro si es de la misma edad de él que entonces no cuadra, o si es de la misma edad que Virginia). Pero, me atrevo a decirte que como, Bego, no es un personaje ni tiene acción ni es objeto de nada, la elimines.
y/o.... Me gustaría que te decantases por una de las dos conjunciones. Es que no me gusta la raya en el texto.
Imposible tratar de calcular cuánto tiempo me quedé arrodillado ante su cama, pero sí el suficiente como para saturar----- (esta frase me suena rara en el tiempo verbal. Creo que sería mejor algo así: Me fue imposible tratar de calcular el tiempo... pero fue el suficiente como...)
Cuerpo celeste...celestial recuerdo... (deja uno de los dos celestes, preferiblemente el último).
Y bueno, esto te pasa por publicar aquí, jeje. Ya sabes que damos opiniones, intentamos corregir un poco los deslices que tenemos entre todos, y que luego, cada uno es libre de aplicar los cambios que quiera o de aceptar las sugerencias.
Un beso, Rubén.
Jejeje, al principio sólo vi un "par de cositas", pero luego me puse a escrutar y...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Rubén, no sé cómo sería el final inicial pero este le cuadra perfectamente... Cuando tenga más confianzas, te iré diciendo cosillas, déjame que me suelte :-)
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