jueves, 8 de noviembre de 2012

Virgo - Rubén Chacón


VIRGO
Rubén Chacón

Yo ya tenía edad suficiente como para darme cuenta de cuando en una casa no era bien recibido. Y la dueña de “La Barraca”, como habían decidido bautizar a aquel chalet blanco de agudo tejado que imitaba las típicas construcciones valencianas, así me lo hacía saber. En ocasiones, con airados desplantes y miradas reprobatorias; en otras, manifestando verbalmente su irritación por la “excesiva frecuencia de mis visitas”.
Ahora soy perfectamente consciente de que mi constante presencia en su residencia, debía suponer para “la Rafi”,
como era conocida por los vecinos de la urbanización, un verdadero incordio. “¡Ni tirarme un pedo puedo en mi propia casa con este niño todo el día delante…” , se quejaba la Rafi ya sin tapujos. Ni los ostentosos gestos con los que su marido le solicitaba que se calmase, ni los tan dulces como inmerecidos epítetos que aquel santo varón le dedicaba, lograban sofocar el malestar que mi inopinada compañía le generaba. Muy por el contrario, parecía como si ahondasen aún más en la amargura de su intimidad frustrada, por lo que ella le replicaba “¿Y si quisiera tumbarme la siesta en el jardín con el papo al aire…, ¿eh Domingo?”, pues así era como se llamaba su abnegado esposo.

 Afortunadamente, yo aún no tenía edad suficiente como para que estas menudencias de la intimidad del prójimo, me cohibiesen de allanar la propiedad ajena. Todo lo que yo alcanzaba a entender es que, en el interior de aquella absurda casa levantina erigida en mitad de la sierra madrileña, se encontraba Virginia, una amiga de la familia. Virginia, en apariencia, era una chica tres o cuatro años mayor que yo, de la misma edad que Bego, la hija mayor de Rafi y Domingo. Sin embargo, yo, que pese a mi tierna edad ya había coincidido en el mismo plano espacio-temporal con chicas, estaba seguro de que aquel ser llamado Virginia tenía que pertenecer a otra categoría. A la de polo magnético, a la de fuerza centrípeta, a la de vórtice, a la de maelström… ¿Qué sé yo?

¡Ay, qué bien comprendía entonces la patética muerte por electrocución y/o cremación de los mosquitos y polillas que, embelesados por la celestial incandescencia de la lámpara asesina, no pueden evitar fundirse con ella! Para mí, que un ridículo minuto en su compañía daba sentido a toda mi corta existencia; para mí, que una sola de sus miradas era una garantía de viaje astral; que con cada una de sus palabras me tejía todo un caleidoscópico diccionario de acepciones; para mí, que todos y cada uno de sus roces quedaron inscritos y modificaron permanentemente mi código genético… ¿Qué obstáculo podría haber supuesto para mí el vulgar graznido de una urraca como mi vecina, cada vez que mi cuerpo carente de espíritu atravesaba los muros de su casa como si en realidad fuese mi espíritu el que careciese de cuerpo? ¿Acaso los neutrinos piden permiso a la materia antes de penetrarla en su viaje infinito hacia los confines del universo? ¿Acaso las virutas de metal tienen opción ante el imán? ¿Acaso lo tiene la brújula…?

A tal punto llegaron mis incursiones clandestinas en casa de mis vecinos que, una calurosa tarde de verano que invitaba a al tedio y al sopor, por primera vez en mi vida tuve la certeza de que, esa vez sí, estaba traspasando el límite, no sólo de lo socialmente bien visto, sino de lo estrictamente legal: a sabiendas de que la familia tenía el hábito de dormir la siesta a esa hora, me introduje en aquella casa con un objetivo latente tan definido que no me atrevía a traerlo al plano de la consciencia. Era tal la espesura del silencio en el interior de la vivienda que la sutil cadencia pendular del reloj del salón se me antojaba el estruendo de una alarma antirrobo. Recuerdo que me sudaban tanto las manos, que me era inútil apoyarme en la balaustrada de madera so pena de resbalar y revelar mi presencia. Y como las rodillas, de tanto temblar, se me habían terminado agarrotando, me vi ascendiendo penosamente a cuatro patas por aquellas escaleras interminables. No podía dejar de pensar en que, si allanar una morada tiene ya de por sí algo de insensato, hacerlo en aquella posición tan propia de un animal, le confería un toque aún más irracional si cabe.

Sea como fuere, conseguí alcanzar el pasillo del piso superior y arrastrarme sigilosamente hasta la habitación del fondo. No sé qué me desconcertaba más, si la progresiva involución en mi forma de trasladarme o que, guiado por una especie de instinto animal, tuviese tan claro que tras aquella puerta entornada se encontraba la fuente a la que mi cántaro había venido a romperse. Yo aún era muy joven como para saber que los más eruditos suelen emplear la palabra éxtasis a la suma de sensaciones que estaba a punto de experimentar. Quizás lo denominan así porque hay situaciones, preñadas de belleza y de riqueza en los matices, en las que los sentidos se encuentran en franca inferioridad, e incluso nos parece una broma de mal gusto poseer tan sólo cinco de ellos, cuando para abarcar tamaño portento más bien requeriríamos de una centena, tal vez de un millar. Maravilla lo llamarían unos… Milagro, preferirían proclamar otros. Yo sólo alcanzaba a entender que la visión de aquel cuerpo celeste tendido sobre la cama estaba a punto de hacerme perder el conocimiento. Y que, cuanto más me esforzaba por recorrer con la mirada aquel curvilíneo contorno, más se me nublaba la visión. El martilleo de mi pulso sobre mis sienes me impedía oír ninguna otra cosa que no fuese mi riego sanguíneo. La contundencia de mis latidos no me permitía respirar con normalidad.

La urgencia de mis bocanadas contrastaba con el sosiego de los suspiros cadenciosos y cálidos de Virginia, haciendo que su pecho ascendiese y descendiese frente a mis ojos incrédulos. Imposible tratar de calcular cuánto tiempo me quedé arrodillado ante su cama, pero sí el suficiente como para saturar mi memoria con tal cantidad de instantáneas del primer cuerpo desnudo que contemplaba en mi vida, hasta el punto de olvidarme de mi propio nombre. Imágenes a las que he vuelto una y otra vez a lo largo de estas últimas dos décadas y que inspiraron, inspiran e inspirarán no pocos actos de onanismo.
Es curioso (o enfermizo, según se mire) comprobar cómo, con el paso de los años he pasado de despertar a mi ninfa con un dulce y casto beso en los labios, a provocarle un tórrido y prolongado orgasmo con sólo aplicar el calor de mi aliento y la humedad de mi lengua sobre sus bragas. Confieso que me ha provocado tanto placer masturbarme pensando simplemente en el sutil cambio de tonalidad de sus areolas y el despuntar de sus pechos, como forzándola violentamente a engullir mi sexo. Reconozco que he disfrutado a partes iguales inspirando el dulce aroma que emanaba de sus axilas lampiñas que haciéndola cabalgar sobre mí precipitándonos frenéticamente en espasmos largos y ruidosos.

Mientras me toco, siempre mientras me toco, he hecho el amor, follado, forzado y violado a Virginia de mil maneras posibles. Con una violencia y desesperación directamente proporcionales a los años que voy cumpliendo. Por eso, siempre que vuelvo sobre mis pasos y dedico un tiempo a retirar las telarañas de perversión y bajezas que han ido tiñendo tan celestial recuerdo, no deja de sorprenderme que aquella calurosa tarde de verano la ternura y la inocencia de aquel niño que fui no concibiesen otra posibilidad que la de mesar los cabellos a la dulce y etérea Virginia…

3 comentarios:

  1. Bien, bien, Rubén. Leído con tranquilidad me gusta más. El final así queda estupendo, realmente ese es su final.

    Te señalo un par de cositas que me han llamado la atención:

    - Pues así era como se llamaba su abnegado esposo - Yo quitaría esta frase. En un par de líneas arriba ya dices que es su marido, y el nombre se entiende bien.


    - "inopinada compañía"- (yo creo que es bastante opinada esa compañía).

    - Casa levantina... sierra madrileña... Creo que puede dar lugar a confusión (tendrías que poner algo así como "aquella casa de construcción levantina" ).

    - Virginia, en apariencia, era una chica tres o cuatro años mayor que yo, de la misma edad que Bego, la hija mayor de Rafi y Domingo. - (aquí no me queda claro, o son gemelas, o no está claro si es de la misma edad de él que entonces no cuadra, o si es de la misma edad que Virginia). Pero, me atrevo a decirte que como, Bego, no es un personaje ni tiene acción ni es objeto de nada, la elimines.

    y/o.... Me gustaría que te decantases por una de las dos conjunciones. Es que no me gusta la raya en el texto.

    Imposible tratar de calcular cuánto tiempo me quedé arrodillado ante su cama, pero sí el suficiente como para saturar----- (esta frase me suena rara en el tiempo verbal. Creo que sería mejor algo así: Me fue imposible tratar de calcular el tiempo... pero fue el suficiente como...)

    Cuerpo celeste...celestial recuerdo... (deja uno de los dos celestes, preferiblemente el último).

    Y bueno, esto te pasa por publicar aquí, jeje. Ya sabes que damos opiniones, intentamos corregir un poco los deslices que tenemos entre todos, y que luego, cada uno es libre de aplicar los cambios que quiera o de aceptar las sugerencias.

    Un beso, Rubén.

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  2. Jejeje, al principio sólo vi un "par de cositas", pero luego me puse a escrutar y...

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  3. Me ha gustado mucho, Rubén, no sé cómo sería el final inicial pero este le cuadra perfectamente... Cuando tenga más confianzas, te iré diciendo cosillas, déjame que me suelte :-)

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