Los amantes. Minea.

Llovía. Era lunes por la tarde y él estaba en la cama, tapado, y yo estaba a su lado, hablándole de amor.

Y no, no éramos un matrimonio ni una joven pareja. Éramos lo más típico que se puede desarrollar en una relación de un día a principios de semana: Amantes. 

Pero, funcionaba. Bajo mi punto de vista estaba funcionando. Él estaba allí, en la cama, con una mano fuera y yo le acariciaba la mano y le hablaba, le hablaba de Oliveira y la Maga, de Eros y Psique, de Orfeo y Eurídice y de mi amor por él, inmenso y desmedido.

El era mi profesor en la universidad. Y en su casa, compartíamos belleza e ilusión, amor y pasión y algunos juegos un tanto ingenuos: Yo le perseguía y le hacía reir y de pronto, él me agarraba y me levantaba con sus brazos fuertes y rotundos para dejarme caer de golpe sobre la cama. 

Aquel día, poco a poco, las gotas de lluvia dieron paso a truenos y relámpagos. Y entre besos y susurros perdimos la noción del tiempo, que se nos fue como el agua se escurre entre los dedos. Sonó la cerradura de la puerta cuando estábamos comprometidos entre las sábanas y ella, la mujer que yo no conocía, apareció delante de nosotros mirándonos con ojos fríos y atónitos y un rictus amargo en su rostro. Silencio. Los tres estábamos sobrecogidos, impávidos, sin saber qué hacer o qué decir. Sólo el cielo rompió a llorar en mil pedazos.

Y allí estaba yo, vistiéndome sin saber muy bien por dónde, mirando la lluvia caer tras los cristales y preparándome para volver a las calles de Madrid y a la soledad del aguacero que empapaba mi corazón. 


Minea