sábado, 19 de mayo de 2012

Adán y Eva. Minea.



Llueve. Y en medio del bosque, la lluvia intensa provoca una niebla espesa. Todos los animales se han refugiado de la lluvia.

Estoy sólo y oigo pasos, pasos que se acercan y me cercan, pies que se hunden bajo el barro igual que se hunden mis pies al correr. Alguien me sigue. El sudor cae por mi frente, mis piernas fallan y mi corazón golpea con fuerza mi pecho. Se entrecorta mi respiración, miro hacia todos los lados y no sé por dónde voy. De pronto, siento que algo punzante me atraviesa el costado. Caigo de rodillas. La sangre caliente empapa mi abdomen. Apenas me quedan fuerzas para gritar y pido internamente a Dios que alguien venga a socorrerme. La niebla se arremolina y poco a poco, una figura va surgiendo de la nada. Tengo miedo. Permanezco quieto, arrodillado, con los ojos cerrados y los brazos cruzados. Aterrado, espero mi muerte, pero una voz desconocida pronuncia mi nombre. Casi paralizado por el asombro y por el dolor de la herida, abro los ojos y contemplo, atónito, a una desconocida, bella y seductora. Extrañada de que me falte una costilla, me acoge en sus brazos y me cierra la herida con la luz de sus manos.

Minea.

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