Había subido a la cornisa de un gran edificio. Su intención
era abandonar el mundo. Estaba triste y sólo. Se había quedado sin un hogar
donde poder vivir. La dueña de su antigua casa, cansada de sus múltiples
travesuras, le había cerrado puertas y ventanas. Al
asomarse al borde del vacío, sintió vértigo. Se agarró con una mano a una de
las tuberías que bordeaban la fachada y vaciló de un lado a otro en el aire. Le
daba miedo dejarse caer y permaneció así, bamboleandose, un buen rato.
Poco a poco, el motivo por el que había subido comenzó a carecer de importancia. Desde arriba el mundo no era tan grande como pensaba. Oyó, con sus orejas grandes y puntiagudas, el sonido del viento y el canto de algunos pájaros. Observó con sus ojos, saltones y redondos, la luna y las estrellas. Se sentó en el borde de la cornisa dejando colgar sus piernecillas largas y delgadas. Cogió con sus dedos pequeñas piedras y comenzó a lanzarlas a los viandantes que, sorprendidos y asustados, miraban a todos lados sin entender nada.
Poco a poco, el motivo por el que había subido comenzó a carecer de importancia. Desde arriba el mundo no era tan grande como pensaba. Oyó, con sus orejas grandes y puntiagudas, el sonido del viento y el canto de algunos pájaros. Observó con sus ojos, saltones y redondos, la luna y las estrellas. Se sentó en el borde de la cornisa dejando colgar sus piernecillas largas y delgadas. Cogió con sus dedos pequeñas piedras y comenzó a lanzarlas a los viandantes que, sorprendidos y asustados, miraban a todos lados sin entender nada.
Al cabo de un rato, guiado por un dulce olor a chocolate, se
incorporó y caminó por la cornisa. Llegó hasta la ventana de una cocina y con mucho esfuerzo, se
introdujo por una rendija. Sació su glotonería. Su curiosidad pudo más
que su intención inicial, de la que ya se había olvidado por completo. Se
adentró en aquella magnífica casa y curioseó por sus estancias: pasillos
grandes, cuatro habitaciones, un baño enorme y una terraza acogedora. Era un
hogar agradable. Al principio, era cuidadoso, apenas se notaba su presencia. Luego, inquieto por
naturaleza, con su paso rápido tiraba cosas al suelo. Su sitio
preferido para dormir era al borde del brasero y de vez en cuando, se
encaramaba a la mecedora, dejándose llevar por su vaivén, cuidandose de que la propietaria del piso, Isidora, no le viera.
Ella comenzó a extrañarse: todos los días le faltaba
fruta y algunos dulces. Por la mañana, la leche y la harina aparecían
derramadas en el suelo.
Una noche, mientras Isidora dormía, él trepó hasta la almohada.
No pretendía despertarla, pero el tirón del pelo fue demasiado fuerte. Ella,
abrió los ojos, y sorprendida, vio a un pequeño diablillo, menudo, de ojos
verdes y piel rojiza, que se reía mientras se rascaba la barriga. Tenía dos
cuernecillos en la frente que tapaba con un minúsculo gorro de lana y
disimulaba su rabo entre las piernas. Ella intentó atraparlo, pero saltaba de un
lado a otro repentinamente, pese a que cojeaba un poco de la pierna derecha.
Al día siguiente, consiguió arrinconarle con la escoba. Se detuvo cuando iba a golpearle. El rostro
del trasgo estaba anegado en tristeza. Movida por la curiosidad, se arrodilló y
le cogió en sus manos. No era más grande que una ardilla. Isidora, sonrió. No era tan malo que esa cosa
tan pequeña viviera en su casa. Y luego, rió con ganas: en realidad era un
trasgo, feo y contrahecho.
- Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí? - Le pregunto –
Y el trasgo se encogió de hombros, mientras se enjugaba con
el puño una lágrima. En realidad, él ya no se acordaba.
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