A las cinco de la tarde, Mr. Garcia, se disponía a tomar el
té, como todas las tardes. Giraba la cucharilla, pensativo. Había cerrado las
ventanas y encendido el fuego. Tenía las manos frías y quizás también el alma.
Estaba tardando demasiado tiempo en tomar la decisión.
Hacía más de cuarenta años que había dejado su tierra natal.
Esa mañana le habían llegado los documentos de venta de la casa. Le dolía
desprenderse de ella pero, al fin y al cabo, era una casa vieja en un pequeño
puerto de mar al que nunca volvería. Allí ya no le quedaba nada. La carretera
nueva que se iba a construir pasaba por el terreno que ocupaba la casa.
Recordó el viaje en el que se embarcó muchos años atrás.
Salió de su tierra en un barco hacia Londres, recomendado por el Padre Damián.
En Londres, estaba bien colocado el sobrino del alcalde y el primo Antón. El
hijo de Pedro, el Besugo, también andaba cerca del Támesis. El hermano del
Tuerto había hecho fortuna y en las cartas que enviaba hablaba maravillas de la
ciudad.
El día que salió de la aldea hacia el muelle principal, iba
acompañado de su familia. En el muelle había multitud de gente, bultos de
mercancías, comerciantes, marineros y pescadores. Andrés caminaba delante de
sus padres, los García, con las manos metidas en los bolsillos de sus
pantalones y la gorra muy ajustada. Su
equipaje se componía de dos mudas, un traje nuevo y un abrigo para el frío.
Además, llevaba veinte duros en la cartera y una imagen de la Virgen del Carmen.
Su madre iba agarrada del brazo de su
padre. Ambos se habían vestido con la ropa de los domingos para despedirle: él con su traje de paño y ella con un vestido largo y un pañuelo negro sobre
el cabello. Su madre miraba con lágrimas en los ojos el gran barco que habría
de llevarse a su hijo y su padre no decía una palabra. Él, resuelto y
sonriente, acariciaba en ese momento la ilusión de edificar, a su vuelta, un
puerto más grande para los pescadores.
Al zarpar el barco, su madre se estremeció. Su padre retiró
la mirada, con los ojos llorosos. Andrés les sonreía desde la cubierta. Sólo
sintió miedo cuando perdió de vista la tierra que le vió nacer e intuyó lo que
era perder su familia, su hogar y su patria. Atrás quedaba la brisa y las
tormentas, el pescado, las sardineras en el puerto, su acento cerrado del que
ahora, ya no conservaba nada.
Desde su casa, solemne y acogedora, se veía el Támesis. La
vorágine y la belleza de la gran ciudad le sedujo. Si bien no fue fácil al
principio, terminó por acomodarse. Con el tiempo y un poco de suerte en el
trabajo, se hizo un hueco en la sociedad londinense. Se casó con una chica de
Oxford y tuvo dos hijos. Aprendió el idioma. Nunca más volvió a su tierra.
Después de tantos años allí, lo que más le gustaba hacer en su tiempo libre era
pasear por la orilla del río y jugar con sus nietos en Hyde Park. Sus padres
hacía tiempo que habían muerto.
¿Para que quería él una casa en un pequeño puerto en el que apenas
quedaban habitantes? – Pensó – Y sin demorarse más tiempo, firmó los
documentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario