Te amo, te amo, te amo…
¡Mi amor, sólo deseo verte!
¡Ay! Aquella carta la rompí hace mucho tiempo,
pero no he logrado borrarla de mi memoria. Estaba llena de ansia. Había logrado localizarme.
Ni te imaginas lo que
llevo dentro. Te marchaste sin decir ni una palabra. Sólo deseo que vuelvas a
casa. Te extraño. Paso las noches a un costado del sofá, junto a la ventana.
Desde que te fuiste no he vuelto a dormir en nuestra cama. No sé qué hacer sin
ti. El vapor ya no empaña el espejo cuando sales de la ducha…Tu ropa aún sigue
esperando tu regreso. Y tus zapatos también. Alguna vez entenderás lo grande
que es mi amor, tan real como el aire que respiro. Vuelve a casa. Eres la única
mujer de mi vida.
La única, si… Después de
mucho tiempo entendí que era la única que se creía sus mentiras y también sus
ofensas: que que gorda estas, que no me satisfaces, que no vales para nada. Que
si me he gastado el dinero, que si el fin de semana que viene tengo un viaje de
trabajo y yo, a esperar en casa, que para eso estaba. Y a lavar, a lavar los
calcetines, los jerseys y la camisa
blanca, manchada de carmín, y a fregar el suelo de la casa y a sacar
brillo a los cristales. Todo tenía que estar impecable para cuando él volviese
si no quería que explotase una tormenta de reproches.
¿Recuerdas, mi niña,
cuando te decía que era tu creador? Pues, es la verdad. Yo te creé, te creé de
la nada y te inventé junto al silencio, en la esquina de mi cama. Te hice mujer
y fui tu dueño…
En eso llevaba razón. Fue mi
amo y señor durante mucho tiempo. Pero si es encantador – me decía mi madre –
El marido perfecto – me decía mi padre. No sé cuántas veces tuve que oírlo, el
empleado ideal, el amigo fiel, el padre bondadoso.
No sabes lo que yo he
sufrido por ti. Si tu sufrimiento es sólo la mitad del mío, mayor es mi congoja.
Te has ido sin decir adiós, y no eres capaz de dar señales de vida para calmar
mi angustia. Ni siquiera sé con quién estas… Déjame demostrarte que puedes
volver a confiar en mi. Si hubiera la más mínima posibilidad entre nosotros, por remota que fuera, jamás lo lamentarás. Si
una sola lágrima volviera a caer por tu mejilla por mi culpa, sería capaz de
entregar mi alma al diablo.
Vivir con un hombre decía...
Pasaron años hasta que lo conseguí de nuevo. Dos costillas rotas y un diente
partido no es ninguna tontería. La noche en que me marché de casa, llovía.
Menos mal que tuve suerte y los policías me ayudaron. La sombra de la exclusión
social me cercaba. Fui acogida en una casa de mujeres maltratadas. No sé cómo pudo
localizarme, después de dos años. No tardó mucho en quebrar la orden de
alejamiento.
Princesa – escribía - me
estoy humillando ante ti para pedirte perdón. Eres lo mejor que me ha sucedido
en esta vida. Mi rostro demacrado en el espejo me recuerda que no estás, que te
has ido. Cierro los ojos y te veo inmaculada, llena de energía. Esa es la
energía que me hace falta para seguir viviendo. Quiero que sepas, que a partir
de ahora, si tú no estas, no mediré el peligro ni las consecuencias de mis
actos. Y ten por seguro, que si no nos vemos en esta vida, en la otra nos
encontraremos, estamos hechos el uno para el otro y eso no hay quien lo cambie.
Los ojos se me llenaron de
lágrimas. Secretamente, esperaba la reconciliación de nuestro amor. Era una esperanza
indecisa, vaga. La esperanza de un porvenir, el destino con el que toda mujer
sueña. ¡Qué pena! A punto estuve de volver, pero los ojos de mi hijo me dieron
la fuerza que necesitaba para alejarme y olvidarle.
Te amo, te amo, te amo… Y
al pequeño también. Vuelve a casa - rezaba el final de la carta.
Minea.
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